martes, 28 de septiembre de 2010

Quitándome el saco negro.

Con un beso azul la espuma se convierte en sal. Y nada con más verdad y nada con más de absurdo. La guitarra ya no le temblaba en las manos como antes. Y es que antes eran no sólo guitarras, eran sus sonidos revoltosos, finos, que por más distantes que parecieran unos segundos después, nunca se le despegaban de las venas. Le punzaban. Como cuando desplazaba pasos en esas calles de cabellos tan de rascacielos. Eran edificios que se dejaban ver caer y subir a tiempo. Se había encontrado en un tren pero no dejó atrás la locura, al contrario, se la llevo siempre al lado, en los dedos inquietos y en las miradas azules. Tal vez fue hace años, en el vagón éste que atraviesa el norte de la ciudad, cuando muy joven, se miró en el espejo transparente de las ventanas movedizas y no sólo distinguió los departamentos con sus joyas de plantación verde en calles de adoquín, sino también alcanzó a observar su imagen de quijadas largas y el dibujo de su voz, que lo arrastraba a un punto directo de explosiones mentales mientras él mismo no conocía el destino del ruidoso vagón en el que iba. O quizá fue ya mucho después, cuando despertó para responder al duelo que le imponía, no el cuchillo, sino la noche. Esa vez, lo negro no era solo negro, el humo no era el siempre humo, los balcones se le voltearon y la ciudad nocturna le contó rumores del puerto. Los secretos de los puentes normales y los besos de aquél, el largucho con piso de madera. Se tardaron conversando, la noche no avanzaba, el verde de las paredes del living se quería salir de la casa y él tuvo que hacerlo retroceder por las escaleras que lo llevaron al exterior. Dejó a la noche con la palabra colgando. Años después le pidió perdón, pero el desplante le valió para firmar reconciliaciones cada vez más dulces, siempre con el pretexto y motivo violento de aquella vez en que los balcones se le volteaban. Entonces sí fue esa misma vez, la de los colores rebeldes. Los hipocampos se lo llevaron a otro espejo. Lo sacaron de la cama y lo colocaron frente a sí mismo. La guitarra fue el espejo, con esa gracia sutil con que las guitarras pueden ser espejos si se las observa por el rabillo del ojo. Las vibraciones se metieron por los ojos azules, se le arremolinaron los mechones de cabello, los labios se separaron y la radio le sonó con una voz de sí mismo. El duelo estaba hecho y ganado, ahora también tenía su trono de héroes sólo por ese instante de espejismos de muros verdes. Supo que la noche se le había enamorado, podía, de ahora en adelante, moverle en frente las caderas y ella se le volvería loca sin más. Y fue uno y lo fueron a buscar y él no salió. Sólo se dejó sentir ahí en la mesa, con la radio encendida, las musiquillas vibrando en sus manos de venas salidas, los azules haciéndosele verdes y transponiendo su imagen viva del vagón aquel en que se sintió demente. A partir de ese hora, la ciudad se le hizo furia y se la tatuó en la frente, justo al lado de las estrellas que ya le había pintado la noche.
Ahora todo había quedado lejano, como en medio del humo desordenado de los cigarrillos de café. Claramente distante, pero con la verdad de las bracitas del pucho que quiere morirse de una vez. Ya no era la guitarra ni sus presunciones de espejo, y eso le dijo que su rostro ya no se mostraría reflejado en alguna otra superficie pretenciosa. La ciudad se le acabó. Los edificios, antes tan activos peleando con la gravedad, ya no eran más que concreto. Sólo los vio quedarse quietos sin voz. Y ahí se dio cuenta, por vez última, que tenía que saber detener el ritmo de los pasos y su polvo. El suspiro citadino expulsando el humo del tabaco le anunció que los besos de la noche ya no eran tanto para él como para el río. Cambió el agua del florero, se acostó en llamas después. Otra vez el verde se le acercó, pero ya no hizo nada por dominarlo, ahora sí podría entrar por donde quisiera, o salir, o quedarse, o cortejar al mejor color. Electricidad de frío y calor. Y ahí quemó las naves. Lo bueno fue que dejó la terraza abierta, podría ir tranquilamente a reconciliarse con la oscuridad.

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