martes, 5 de octubre de 2010

Nostalgerías

Nos dijeron que bailaban salsa en ronda. Qué clase de gente baila salsa en ronda. El boliche, antro para los nacionales, estaba a unos veinte minutos en colectivo de nuestra casa de chicas, hacía un airazo afuera que de entrada no entusiasmaba para nada el espíritu de fiesta que traíamos bien dormido. Por la tarde fuimos a correr al parque y entrada la noche ya hasta habíamos terminado con toda la pasta. Nos habían dicho que ni en pedo podíamos invitar a bailar a algún chico sin salir bien libradas del atrevimiento. Nos dijeron también que las chicas se quedaban con las chicas. Nos dijeron muchas cosas. Nos dijeron que ese día era jueves y que era día de ponerse bien. Mucha gente, muchos tragos y danza en círculo. Caray, no en parejas, tan bonito que es. Por la confusión de la chilena nos formamos en la fila que exigía invitación, obvio no teníamos ninguna ni nuestros nombres aparecían en las listas, pero el grandote de la entrada nos dejó pasar. Semanas antes habíamos soportado angustias chabacanas por terminar durmiendo en una habitación terrible cerca de Once, que a pesar de no tener ventanas, sí era muy temática ella y tenía un póster descolorido de Maradona gritando gol. Sin saber nunca dónde estábamos, siempre paradas fuera del mapa, nos recorrimos Buenos Aires entero buscando un lugar decente donde pasar los meses que nos venían y ahora, ya establecidas, incursionábamos en los encantos de la dinámica de la fiesta juvenil. Bien merecidos los fernets después de algún tiempo de sobriedad rigurosa. Fuera abrigos, venga el encanto exótico de la extranjería. Sonriendo las muchachas tan simpáticas. Ni falta que hacía. Las miraditas cobraron eficacia absoluta. Una dictadura perfecta en medio de las luces de neón. Las luces verdes y las blancas que cortan los movimientos para que el baile se fragmente le habrían servido muy bien a Arlt para sus relatos de aspiraciones maquinales. Los compases luminosos me dejaban averiguar con quién bailaban mis chicas, no se me fueran a perder. Y que nos suena la cumbia en medio de los besos. Brazos por allá, por acá, los chicos bailando con otros chicos sobre las tarimas. Lejos habían quedado los mexicanos que ni en fraternidad extrema le pegan la pelvis al tipo de en frente y los provincianos que se regocijan en su galanura esperando el tiempo decente para bailar con una chica. Qué ronda ni qué nada. Ni palabras inútiles ni diálogos sobrados. Sí lenguas y cuellos y manos en nucas. Lo necesario para dejar claro que éramos mexicanas, y una chilena, que nos encantaba el acento argentino, que la tonadita nuestra era re simpática. Que si queríamos unos mates en el departamento del flaco aquel. Pero no se antojaban a esas horas de madrugada. La otra mexicana ya estaba muy entretenida con el francés, la chilenita lidiaba con un feo diciéndole que era feo, yo resolvía asuntos varios. La locura en baile y ruido y voces cantando cualquier canción. Las rondas echas mierda se abrían para darnos paso y dejarnos dentro. Camisas de cuadros, melenitas, rastas de nuca, caderas, medias negras, manos que salían de todos lados. Coordinación dancística fatal, no plenaria, pero constante. Tantas bocas hablando, cantando con otras bocas dentro, activas como nunca. Los muros fronterizos tan débiles ya, la carrera diplomática rindiendo frutos compulsivamente. Que esperemos a la muchachita que se está despidiendo. Que ya se apure, que si traemos monedas que el bondie ya viene. El boliche estaba en Sarmiento al 400. Días antes, ya Sarmiento nos había salvado del deseo casi de morirnos en plena calle de puro cansancio, sueño y sed. Aquella vez, una señora regañaba desde un tercer piso al chico que la observaba en la acera metiéndose la riña en el bolsillo. Atrás le pasó un loco en bicicleta, unos chinos caminando, esos besándose contra una puerta desgajada, la del cabello morado, otros quemando basura, las mexicanas en la parada. El peor punto de la calle para esperar el colectivo. Pero pasó, y a los pocos metros siguientes la imagen de cartón de Sarmiento se hizo del glamour torpe de esos teatros, del restaurante de plantas colgantes y la zapatería, de las librerías de la avenida paralela, unas que cierran hasta pasada la media noche. Y de la entrada del boliche, y del que seguía, y del puesto de panchos que atendía un colombiano que casi siempre estaba borracho. Sarmiento era para nosotras la calle surrealista, su sordidez de encanto perverso nos había dado el camino antes y ahora nos abría la puerta a los cuerpos, a la linguística pura, a los vientos fríos que pueden inundarla aún cuando la gente que pasa por ahí guarda calores locuaces que irrumpen cuando nos rozamos unos con otros, o que se quedan guardados dentro cuando doblamos la esquina y cambiamos abruptamente de calle. Esa noche lo conocí, en la calle justa donde la lógica de lo previsible no ganaba nunca. En el boliche éste donde afortunadamente nadie se acordaba de la salsa en ronda.

Café de olla


Estábamos en la playa. El desorden era nuestro orden. Unos cerca de la tienda, los demás en la playa escamados con la arena. Con los días, el aroma de sal se nos había metido hasta los huesos y a nuestra piel ya le costaba trabajo secarse de tanto mar. Esa noche las roscas de agua sonaban soplos metálicos que se mezclaban con el rumor musical de la vida nómada. Era la arena que fluía entre los pies, el rozón de las ropas escasas en los cuerpos enrojecidos, la vibración de los deseos de no volver jamás a la rutina, la malicia del café que guardaba su aroma en la olla, lamiendo la canela, y cuyo lenguaje de entraña era el testimonio único del paso del tiempo. El chico de la guitarra con tatuajes cuidaba el fuego y la espera parecía moverle con hilillos los dedos que enlazaban una melodía como grabada en los surcos de sus manos. Los licores etéreos del café se metían en las olas de arena, entraban en la efervescencia de la espuma y regresaban salitrados a las narices. Vimos la luz en el cielo cuando descansábamos de no estar cansados y supimos que iba a acercarse. Algunos nos acostamos boca arriba como en la sala de un planetario a ver la imagen celeste. Los vapores de la olla seguían jugándonos el cabello. La luz se acercaba rápido y alcanzamos a ver formas que imitaban la silueta de hombres cayendo en paracaídas. Llegaron, iban bajando con un aire pesado. El nocturno jazz de ojos y playa no cesó sus ocurrencias e incluso inauguró nuevos bríos. Había ahora más ojos y todos nos miramos un tanto desconfiados. Hasta el fuego tosió receloso de la piel azulada de los paracaidistas que aterrizaban. Todos, los nadadores noctámbulos, los solitarios de monólogos silenciosos y los cantadores que ya no tenían canciones, todos los dispersos se acercaron a poco. El café estaba listo y era suficiente, iba a alcanzar para todos. Las tazas y vasos empezaron a moverse entre las manos, unas brillantes, otras mojadas, las azules, otras ásperas de arena. Alguien por ahí se quemó la lengua y tropezó con una botella vacía de cerveza. Los más cautelosos se sentaron e invitaron a los paracaidistas a hacer lo mismo. Bebimos. Los hombrecillos aéreos cerraban los ojos, probaron el café y se notaban ahora aliviados. El espacio exterior debía ser difícil, con su velocidad, con su expansión y sus hoyos negros. Nadie decía nada, los sorbitos se sumaban a la musiquilla de playa y no hacía falta entender demasiado. Uno de los paracaidistas más azules colocó su taza cerca del fuego, se sentó al lado del chico de la guitarra con tatuajes y su mano brillosa entrelazó la mano terrestre jaloneándola un poco. Los ojos del paracaidista iban de la taza al rostro del músico, del rostro a la taza. Todos pensamos que tal vez le hacía falta un poco de azúcar.