martes, 5 de octubre de 2010

Café de olla


Estábamos en la playa. El desorden era nuestro orden. Unos cerca de la tienda, los demás en la playa escamados con la arena. Con los días, el aroma de sal se nos había metido hasta los huesos y a nuestra piel ya le costaba trabajo secarse de tanto mar. Esa noche las roscas de agua sonaban soplos metálicos que se mezclaban con el rumor musical de la vida nómada. Era la arena que fluía entre los pies, el rozón de las ropas escasas en los cuerpos enrojecidos, la vibración de los deseos de no volver jamás a la rutina, la malicia del café que guardaba su aroma en la olla, lamiendo la canela, y cuyo lenguaje de entraña era el testimonio único del paso del tiempo. El chico de la guitarra con tatuajes cuidaba el fuego y la espera parecía moverle con hilillos los dedos que enlazaban una melodía como grabada en los surcos de sus manos. Los licores etéreos del café se metían en las olas de arena, entraban en la efervescencia de la espuma y regresaban salitrados a las narices. Vimos la luz en el cielo cuando descansábamos de no estar cansados y supimos que iba a acercarse. Algunos nos acostamos boca arriba como en la sala de un planetario a ver la imagen celeste. Los vapores de la olla seguían jugándonos el cabello. La luz se acercaba rápido y alcanzamos a ver formas que imitaban la silueta de hombres cayendo en paracaídas. Llegaron, iban bajando con un aire pesado. El nocturno jazz de ojos y playa no cesó sus ocurrencias e incluso inauguró nuevos bríos. Había ahora más ojos y todos nos miramos un tanto desconfiados. Hasta el fuego tosió receloso de la piel azulada de los paracaidistas que aterrizaban. Todos, los nadadores noctámbulos, los solitarios de monólogos silenciosos y los cantadores que ya no tenían canciones, todos los dispersos se acercaron a poco. El café estaba listo y era suficiente, iba a alcanzar para todos. Las tazas y vasos empezaron a moverse entre las manos, unas brillantes, otras mojadas, las azules, otras ásperas de arena. Alguien por ahí se quemó la lengua y tropezó con una botella vacía de cerveza. Los más cautelosos se sentaron e invitaron a los paracaidistas a hacer lo mismo. Bebimos. Los hombrecillos aéreos cerraban los ojos, probaron el café y se notaban ahora aliviados. El espacio exterior debía ser difícil, con su velocidad, con su expansión y sus hoyos negros. Nadie decía nada, los sorbitos se sumaban a la musiquilla de playa y no hacía falta entender demasiado. Uno de los paracaidistas más azules colocó su taza cerca del fuego, se sentó al lado del chico de la guitarra con tatuajes y su mano brillosa entrelazó la mano terrestre jaloneándola un poco. Los ojos del paracaidista iban de la taza al rostro del músico, del rostro a la taza. Todos pensamos que tal vez le hacía falta un poco de azúcar.  

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